Aquella enfermera que mientras conecta la sonda añade gotas de ánimo y chorros de sonrisa sin receta. Aquel tendero que mientras pesa la sandía nos pregunta cómo seguimos del reuma y nos recomienda algo que a él le funcionó. Aquel estudiante que se levanta de su asiento en el bus y lo cede a una embarazada. Aquella adolescente que ayuda a cruzar la acera a un anciano que camina con dificultad. Aquella vecina que dice que se puede quedar con nuestros pequeños el día que la escuela, inexplicablemente, hace puente. Aquellos nietos de 20 años comiendo con la abuela, riéndole batallitas y convirtiéndola durante dos horas en centro del universo. Aquella mujer soldado que en una playa del Líbano regala a una niña las caracolas que recogió y la despide con una caricia.Ellos y muchos, muchísimos más, son la buena gente, la que cada día apuesta por el lado bueno de la vida. Saben perfectamente que lo que hacen no les va a producir nuevos ingresos, ni va a mejorar su historial. Ninguna televisión comentará sus actos; jamás serán noticia. Dan porque dando se resuelven en belleza, se curten en dignidad, se elevan en ética.Ellos, con sus mínimos actos, dignifican el brillo y la vibración de pertenecer a la raza humana. Hacen profundo y fácil cualquier contacto, y por eso la crisis les afecta menos. Son de los que aún creen en el pegamento más solvente, cálido y potente que existe: el pegamento humano.
ADN - 18 de Marzo de 2009 - Ángela Becerra